Puede que forme parte de la natural inclinación que tenemos para despreciar lo que se nos aleja de las expectativas, lo que deja de caminar a nuestro lado y ya no corresponde a lo que esperamos de la libertad, del sentir, del desear.
Al Héctor, gran amigo, lo encontré en la cocina. No me acuerdo qué hacía allí, se supone que está en Concepción y no acá en la gran bola de grasa. Yo andaba descalzo, me acerqué sin ruidos y apreté su cuello. La sensación de la carne que se infla globo cumpleañero y las palpitaciones que sincronizan los pulsos. Le dije al oído duerme, duerme de una vez, amigo. Como en una película de monstruos japoneses el cuerpo cayó lento, casi en agradecimiento por el descanso y lo dejé allí, botado en las baldosas grises.
Volver al living y encontrar al Juan. Estaba viendo unos libros de alquimia que me habías regalado la pasada Navidad. Cogí el cordón del teléfono y rodee su cuello. Pocos tendrán la idea de cómo se pone un músculo al ser apretado de esa manera. Las venas estallan en jubilosa presión y los ojos se destrozan tratando de salir de sus órbitas, aprendices de satélites que van a darse una vuelta por ahí. Aproveché el cable y lo amarré a la silla para que viera hacia la calle para siempre.
Caminaba descalzo, me recuerdo, y el suelo del departamento estaba tibio y habían otros cuerpos por ahí, en el sillón, tras las cortinas y en el armario vi a mi padre con su sonrisa de hombre bueno, y en el baño estaba la mirada de horror de los vecinos tirados con los dedos crispados, como en una mal intento de arañar el aire y encontrar qué hay detrás de nuestros velos.
Giré sobre mi mismo y atravesé el pasillo. En la oficina, al lado del computador, estaba tu viejo jugando mah-jong, qué gran juego. Y de nuevo la tranquilidad.
El golpe fue seco, directo a la cabeza. El fierro hundió el cráneo en feliz imposición. Pero no había ruido. Era como si el mundo se llenara de algodones, de pesados envoltorios que todo lo amortiguan, todo el sonido, todo el miedo, toda la razón, toda la vida. Y el mundo allá afuera de las paredes corre como siempre en su río sin cauce, y eso lo sé porque sí, porque tengo la certeza, como tengo la certeza de que hay otros muertos por ahí, en otros lugares y hay otros como yo limpiando sus pasados.
Agarré a tu papá por las rodillas y lo llevé a la ventana. Lo dejé caer, golpeó la gárgola que custodia el departamento y luego al suelo pum, plaf, allí quedó.
Volví al vano de la puerta, y miré hacia nuestra pieza. Entré.
Sentir la forma del metal en el bolsillo y llegar a ti y abrir la cama y estás desnuda, esperando, dormida. Y con amor, con el más inmenso dolor, la punta del tenedor que inicia su camino, abriendo paso por la piel blanca del pecho, sintiendo cómo el esternón se aquieta y cede quebrándose, crac crac, para llegar al pneuma, al hálito que está en tu interior y que protege tu corazón que anhela, agitado, el encuentro.
Ahora está allí, ha llegado el hierro a juntarse con tu calor de sangre que está por todas partes, aunque en verdad no salta, fluye lenta en un pequeño mar rojo listo para abrirse a mi paso, ahora que me siguen los recuerdos. Especialmente ahora que también me siguen tus ojos que me miran sin amor, sin odio, abiertos hacia arriba cielo azul que cruza el cielo raso y que estará allí por siempre declarándonos bienaventurados.
Y ahí, detenido, haciendo el un dos tres momia con el resto del planeta, pleno de simplezas y respirando profundamente por primera vez en meses, escucho tu voz que llega desde la puerta de nuestra habitación y dices que me levante, que ya es tarde y debo ir a trabajar. Son las ocho y menuda pesadilla, me asombro.Pero entonces el problema es qué hago ahora aquí despierto, en medio de la calle, descalzo, con las rodillas temblando, y con la línea de sangre que corre desde tu pecho por la cama por el living por las escaleras por el portalón bajo la gárgola por la calle hasta mi mano temblorosa que trata de esconder un frenético tenedor manchado de rojo.